El tiempo parece tejer las palabras: hay quien se le
aparece la muerte pero a Ana siempre la vida, la elije resistiendo la ausencia
y en el camino una pequeñísima hormiga lleva una pesada hoja en sus hombros y
la descarga para viajar ligera, libre, dolorida aunque entera prefiere la
acción, se pone de pie y mira hacia adelante; esa, su revolución.
Ana ha amanecido de color azul, triste y peleona,
desafiando al cielo como cuando intenta luchar con los recuerdos. Mira los ojos
de sus hijas, acaricia su piel, las observa reír y las abraza fuertemente para
nunca soltarlas. Ahí está la vida, el presente, la verdad y no lo olvida. Las
lágrimas brotan para lavarla, a veces necesita llorar viejos llantos de niña
para encontrarse con ella y sentirse protegida.
Ana ha inventado estrategias para calmar a su corazón: se
cuelga el colgante de su madre, aquel negro de onix que tanto le gusta y
saborea en su boca un té supremamente dulce que su padre le preparó alguna
mañana para despertarla. Ama que sus hijas entrelacen las piedritas entre sus
dedos y jueguen a hacerle un té con galletitas.
Cuánto ha crecido, ha cruzado los puentes y las mareas y
el viento ha dejado una brisa serena para mecerla despacio cuando ella lo
desea.
Ana no precisa bajar estrellas porque ellas están en su
alma brillando en cada estela e imaginando volar alto para alcanzar el momento,
en silencio, lo que queda. Allí como equipaje de mano, como esencia, sin que se
pierda está su historia escrita en las páginas de la tierra.
Abrirá sus manos, sonarán las campanas y se
mezclarán los colores de la felicidad plena, así en un instante para guardarse
los detalles, el frágil perfume, la valiente pelea.
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