Tu
mami tenía 8 años y tu tía 5. Más tarde o más temprano y como medida general en
cada lugar del mundo comenzó el confinamiento. Te explico: los chicos no iban
al cole, los papás trabajaban desde casa (los que podían) y sólo seguían en sus
sitios los médicos, enfermeras, personal de los hospitales y farmacias, los
dependientes del supermercado, los basureros, la gente que cuidaba a los
ancianos, los periodistas, los políticos o los trabajadores de las fábricas que
producían para la salud. Se habían suspendido todos los eventos sociales,
deportivos, culturales, tecnológicos, etc.
El
abuelo trabajaba en una empresa que producían apósitos, tiritas, stents para el corazón y otros insumos
médicos. Por lo tanto, él como muchos otros, seguía yendo a su lugar de trabajo
con muchas precauciones y cambios, pero cumpliendo su jornada laboral.
No
había nadie por la calle, algún dueño que sacaba a su perro un ratito al final
de la tarde, los que iban con el carro de la compra como el abuelo o yo para
buscar lo indispensable para seguir viviendo dentro de casa o los que tiraban
la basura por la mañana para sentir que la vida tenía una cierta normalidad. Nos
poníamos guantes y mascarilla y no queríamos encontrarnos con nadie o sí pero
no podíamos tocarnos. Y el dolor de no poder hacerlo era casi tan fuerte como
el deseo de que todos estuvieran sanos.
Era
un bichito muy contagioso, Caty, que entraba a nuestro cuerpo por las gotitas
de estornudo o tos que otro podía desprender y alcanzarnos o porque había
quedado alojado en alguna superficie que tocábamos y que al llevarnos las manos
a la boca, nariz u ojos quedaba en nosotros.
Teníamos
que lavarnos las manos, tener paciencia y quedarnos en casa. No sabíamos cuánto
tiempo estaríamos en esa situación pero teníamos claro que tocaba hacer caso a
lo que nos pedían. La cifra de contagiados y de muertos subía en cuestión de
horas y los hospitales y clínicas estaban colapsados. No sólo teníamos que
cuidarnos de contagiarnos sino de no contagiar a los demás. Algunos podían ser
portadores pero no tener síntomas o que esos síntomas aparecieran más tarde
cuando ya habíamos contagiado al resto. Por eso la solidaridad y el sentido
común eran nuestras principales herramientas. No existía vacuna aún y la manera
de afrontar esa tormenta era con cabeza y corazón.
Mamá
y la tía eran super creativas y tenían unas ganas de hacer cosas que a mí,
confieso, muchas veces me desbordaban. Las ganas de pintar, de escribir, de
bailar, de leer, de cantar, de contar, de cocinar, de crecer se contraponían
con el ritmo lento de las calles de aquel momento donde la vida nos había
cambiado de la noche a la mañana. Eran un torbellino de vida que me hacían
vibrar y también quedarme exhausta. Había que seguirles el ritmo de la mañana a
la noche, estar dispuesta, intentar gestionar sus emociones, sus actividades en
línea, acompañarlas en todas sus inquietudes y también ponerles límites. Todo,
hasta lo más cotidiano, se convertía en juego: vestirnos, hacer la cama,
desayunar, ordenar la casa, tender la ropa, recogerla, cocinar, preparar la
mesa, bañarnos sin prisa, irnos a dormir más tarde, seguir con una rutina que
nos permitiera creer que estábamos viviendo. Hacer videollamadas con la
familia, enviar fotos, audios, vídeos y mensajes de lo que se había convertido
en extraordinario. Besarnos y abrazarnos entre los cuatro para compensar el
amor de los que no veíamos o de los que no podíamos tocar.
Te
diría que en todo esto ya estábamos entrenados, nuestra familia estaba lejos y
nos habíamos acostumbrado a resignificar las faltas con un dibujo, con una
frase, con una llamada. Que fuéramos cuatro en casa tampoco era novedad porque
generalmente siempre éramos cuatro para amarnos, para aguantarnos y también
para buscar nuestro recinto de soledad cuando lo necesitábamos.
Yo que
era escritora novel con un montón de proyectos culturales los había aplazado
todos para cuando esa situación se aclarase y encontraba en la lectura y la
escritura el rincón para refugiarme. Lo hacía como podía, con los márgenes que
aquel contexto me permitía, moviendo toda mi capacidad de resiliencia. Ser
resiliente, querida Caty, es estar fuerte emocionalmente ante las situaciones
de adversidad. Es conservar la calma y no por eso restar importancia a lo que
nos estaba pasando. Cuando sentía que bajaban mi niveles de energía hacía un
audio para alguna buena amiga que supiera de mí, luego lo escuchaba para
reconocerme y autoalentarme. Sabía que había mucha gente que estaba sufriendo y
mi empatía social así me lo recordaba, pero comprendía que debía administrarla porque
por tiempo indeterminado debíamos funcionar como funcionábamos y todos
estábamos en la excepcionalidad.
¡Ay
Caty! El universo nos pondría a prueba, todo parecía estar patas para arriba pero
es que nosotros lo habíamos buscado. No cuidábamos el planeta pero nos creíamos
sus dueños inmortales y nos costaría mucho estar en el escenario de la
vulnerabilidad que no distingue de razas, territorios, religiones, ideologías,
ni condición social. Esa crisis vendría a revolvernos las entrañas, vendría a
sacudirnos en el cóctel de las emociones para reconocernos humanos y volver a
empezar. Aquel Apocalipsis era necesario para equilibrar las reglas del juego,
para limpiar el terreno y para reunirnos con nosotros mismos y con los demás.
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