viernes, 20 de marzo de 2020

Crónica de la pandemia


Era marzo del 2020, querida Caty. Tu madre y tu tía habían dejado de ir al cole, un virus con corona nos reinaba desde diciembre de 2019 apareciendo primero en Asia, después en Europa y más tarde en América para extenderse a todo el mundo. Era una pandemia llamada Coronavirus, querida.
Tu mami tenía 8 años y tu tía 5. Más tarde o más temprano y como medida general en cada lugar del mundo comenzó el confinamiento. Te explico: los chicos no iban al cole, los papás trabajaban desde casa (los que podían) y sólo seguían en sus sitios los médicos, enfermeras, personal de los hospitales y farmacias, los dependientes del supermercado, los basureros, la gente que cuidaba a los ancianos, los periodistas, los políticos o los trabajadores de las fábricas que producían para la salud. Se habían suspendido todos los eventos sociales, deportivos, culturales, tecnológicos, etc.
El abuelo trabajaba en una empresa que producían apósitos, tiritas, stents para el corazón y otros insumos médicos. Por lo tanto, él como muchos otros, seguía yendo a su lugar de trabajo con muchas precauciones y cambios, pero cumpliendo su jornada laboral.
No había nadie por la calle, algún dueño que sacaba a su perro un ratito al final de la tarde, los que iban con el carro de la compra como el abuelo o yo para buscar lo indispensable para seguir viviendo dentro de casa o los que tiraban la basura por la mañana para sentir que la vida tenía una cierta normalidad. Nos poníamos guantes y mascarilla y no queríamos encontrarnos con nadie o sí pero no podíamos tocarnos. Y el dolor de no poder hacerlo era casi tan fuerte como el deseo de que todos estuvieran sanos.
Era un bichito muy contagioso, Caty, que entraba a nuestro cuerpo por las gotitas de estornudo o tos que otro podía desprender y alcanzarnos o porque había quedado alojado en alguna superficie que tocábamos y que al llevarnos las manos a la boca, nariz u ojos quedaba en nosotros.
Teníamos que lavarnos las manos, tener paciencia y quedarnos en casa. No sabíamos cuánto tiempo estaríamos en esa situación pero teníamos claro que tocaba hacer caso a lo que nos pedían. La cifra de contagiados y de muertos subía en cuestión de horas y los hospitales y clínicas estaban colapsados. No sólo teníamos que cuidarnos de contagiarnos sino de no contagiar a los demás. Algunos podían ser portadores pero no tener síntomas o que esos síntomas aparecieran más tarde cuando ya habíamos contagiado al resto. Por eso la solidaridad y el sentido común eran nuestras principales herramientas. No existía vacuna aún y la manera de afrontar esa tormenta era con cabeza y corazón.
Mamá y la tía eran super creativas y tenían unas ganas de hacer cosas que a mí, confieso, muchas veces me desbordaban. Las ganas de pintar, de escribir, de bailar, de leer, de cantar, de contar, de cocinar, de crecer se contraponían con el ritmo lento de las calles de aquel momento donde la vida nos había cambiado de la noche a la mañana. Eran un torbellino de vida que me hacían vibrar y también quedarme exhausta. Había que seguirles el ritmo de la mañana a la noche, estar dispuesta, intentar gestionar sus emociones, sus actividades en línea, acompañarlas en todas sus inquietudes y también ponerles límites. Todo, hasta lo más cotidiano, se convertía en juego: vestirnos, hacer la cama, desayunar, ordenar la casa, tender la ropa, recogerla, cocinar, preparar la mesa, bañarnos sin prisa, irnos a dormir más tarde, seguir con una rutina que nos permitiera creer que estábamos viviendo. Hacer videollamadas con la familia, enviar fotos, audios, vídeos y mensajes de lo que se había convertido en extraordinario. Besarnos y abrazarnos entre los cuatro para compensar el amor de los que no veíamos o de los que no podíamos tocar.
Te diría que en todo esto ya estábamos entrenados, nuestra familia estaba lejos y nos habíamos acostumbrado a resignificar las faltas con un dibujo, con una frase, con una llamada. Que fuéramos cuatro en casa tampoco era novedad porque generalmente siempre éramos cuatro para amarnos, para aguantarnos y también para buscar nuestro recinto de soledad cuando lo necesitábamos.
Yo que era escritora novel con un montón de proyectos culturales los había aplazado todos para cuando esa situación se aclarase y encontraba en la lectura y la escritura el rincón para refugiarme. Lo hacía como podía, con los márgenes que aquel contexto me permitía, moviendo toda mi capacidad de resiliencia. Ser resiliente, querida Caty, es estar fuerte emocionalmente ante las situaciones de adversidad. Es conservar la calma y no por eso restar importancia a lo que nos estaba pasando. Cuando sentía que bajaban mi niveles de energía hacía un audio para alguna buena amiga que supiera de mí, luego lo escuchaba para reconocerme y autoalentarme. Sabía que había mucha gente que estaba sufriendo y mi empatía social así me lo recordaba, pero comprendía que debía administrarla porque por tiempo indeterminado debíamos funcionar como funcionábamos y todos estábamos en la excepcionalidad.
¡Ay Caty! El universo nos pondría a prueba, todo parecía estar patas para arriba pero es que nosotros lo habíamos buscado. No cuidábamos el planeta pero nos creíamos sus dueños inmortales y nos costaría mucho estar en el escenario de la vulnerabilidad que no distingue de razas, territorios, religiones, ideologías, ni condición social. Esa crisis vendría a revolvernos las entrañas, vendría a sacudirnos en el cóctel de las emociones para reconocernos humanos y volver a empezar. Aquel Apocalipsis era necesario para equilibrar las reglas del juego, para limpiar el terreno y para reunirnos con nosotros mismos y con los demás.





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