El horror aún corre por mis venas,
tan rápido como la furgoneta que arrolló a su paso a casi 150 personas la
pasada tarde del jueves 17 de agosto de 2017 en La Rambla de Barcelona, dejando
un saldo de 13 muertos y más de un centenar de heridos.
La consternación ante un acto tan
abominable nos dejaba nuevamente casi sin respiración cuando en la madrugada
del jueves 18 de agosto la policía local abatía a cinco participantes de una
célula terrorista compuesta hasta el momento de 12 individuos en el Paseo
Marítimo de la ciudad tarraconense de Cambrils que pretendía ampliar sus
atentados con simulados cinturones de explosivos, resultando un muerto y 6
heridos.
Una detonación en un chalet de la
ciudad de Alcanar también en la provincia de Tarragona el pasado miércoles 16
de agosto hubiera precipitado unos atentados que, de no haberse producido la
destrucción de los explosivos, se supone de un alcance mucho mayor del
ocurrido.
París, Londres, Bruselas, Estocolmo, Barcelona
parecen estratégicas manchas en el mapa para propagar el odio yihadista.
Grandes capitales en lugares simbólicos para publicitar la sinrazón y el
escarnio.
El jueves pasó en Barcelona y, aún
sabiendo que podía ocurrir porque nadie en el mundo está exento, me espeluzna,
me revela, me provoca un inmenso dolor.
Barcelona es el lugar que he elegido
para vivir, en el que he crecido como adulta junto a mi marido y en el que han
nacido mis hijas, donde está mi núcleo familiar de 4 y muchos de mis amigos y
conocidos. Barcelona es también mía desde hace 14 años y hoy la veo sufrir y me
entristece profundamente.
Debo agradecer que ni yo ni nadie de
mi entorno estuviese en el momento oportuno caminando por La Rambla, el corazón
de la ciudad condal donde transitan millares de turistas y residentes de
diferentes partes del mundo, a las 17 del pasado 17 del 2017.
Debo creer en el destino de no haber
ido al centro el jueves por la tarde cuando lo tenía previsto por la mañana,
que una de mis amigas haya cambiado el recorrido de regreso a su casa y que otra
haya vivido el suceso desde las persianas de un bar aledaño donde logró
esconderse, en fin que estemos vivas para contarlo.
El jueves después de saber lo que
había pasado nos blindamos en casa pendientes de las noticias, mensajes y
llamados; el viernes salimos sólo por el barrio a despejar la cabeza y el
sábado respiré hondo y fui sola a hacer mi duelo.
Subí las escaleras del metro que me
conducían a la calle, justo en frente del Teatro Liceo y a pocos metros del
mosaico de Joan Miró, donde se paró la furgoneta del atentado.
Mis piernas me temblaron al pisar las
baldosas de La Rambla abarrotada de gente y cubierta de velas, cartas,
mensajes, peluches, globos, flores y lágrimas de todos los lugares del mundo.
Confieso que sentí silencio frente a
la multitud y una insostenible emoción me inundó hasta mojarme las mejillas,
mientras leía una hermosa poesía callejera sobre el amor y el odio. Mis pasos
recorrieron el largo trozo que aquel vehículo blanco hizo dando eses por la parte
central a modo de procesión.
Medios de comunicación de todas
partes, conmoción, pluralidad, desafío, eternas colas para comprar flores que
se acababan como agua entre las manos y ningún sitio dónde encontrar una vela.
Mi próxima parada era el Ayuntamiento
de Barcelona. Allí, una interminable cola de ciudadanos y turistas esperaban
para firmar el libro de condolencias en el Saló del Cent, consistorio
habilitado por el gobierno de la ciudad para homenajear a las víctimas y
reivindicar la paz. Casi una hora hasta rubricar mi consternación, mi respeto y
mi más firme deseo de convivencia pacífica entre los pueblos y sin miedo. Y
así, volver de regreso a La Rambla de Barcelona con una rosa blanca en la mano
para apoyarla en aquel altar urbano en forma de mundo a nuestros pies.
Libre, aliviada, humanizada, agradecida por el amor
recibido de parte de tantos emprendí el camino a casa para intentar la
normalidad.
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