domingo, 20 de agosto de 2017

Atentados en Cataluña, 2 días después

El horror aún corre por mis venas, tan rápido como la furgoneta que arrolló a su paso a casi 150 personas la pasada tarde del jueves 17 de agosto de 2017 en La Rambla de Barcelona, dejando un saldo de 13 muertos y más de un centenar de heridos.
La consternación ante un acto tan abominable nos dejaba nuevamente casi sin respiración cuando en la madrugada del jueves 18 de agosto la policía local abatía a cinco participantes de una célula terrorista compuesta hasta el momento de 12 individuos en el Paseo Marítimo de la ciudad tarraconense de Cambrils que pretendía ampliar sus atentados con simulados cinturones de explosivos, resultando un muerto y 6 heridos.
Una detonación en un chalet de la ciudad de Alcanar también en la provincia de Tarragona el pasado miércoles 16 de agosto hubiera precipitado unos atentados que, de no haberse producido la destrucción de los explosivos, se supone de un alcance mucho mayor del ocurrido.
París, Londres, Bruselas, Estocolmo, Barcelona parecen estratégicas manchas en el mapa para propagar el odio yihadista. Grandes capitales en lugares simbólicos para publicitar la sinrazón y el escarnio.
El jueves pasó en Barcelona y, aún sabiendo que podía ocurrir porque nadie en el mundo está exento, me espeluzna, me revela, me provoca un inmenso dolor.
Barcelona es el lugar que he elegido para vivir, en el que he crecido como adulta junto a mi marido y en el que han nacido mis hijas, donde está mi núcleo familiar de 4 y muchos de mis amigos y conocidos. Barcelona es también mía desde hace 14 años y hoy la veo sufrir y me entristece profundamente.
Debo agradecer que ni yo ni nadie de mi entorno estuviese en el momento oportuno caminando por La Rambla, el corazón de la ciudad condal donde transitan millares de turistas y residentes de diferentes partes del mundo, a las 17 del pasado 17 del 2017.
Debo creer en el destino de no haber ido al centro el jueves por la tarde cuando lo tenía previsto por la mañana, que una de mis amigas haya cambiado el recorrido de regreso a su casa y que otra haya vivido el suceso desde las persianas de un bar aledaño donde logró esconderse, en fin que estemos vivas para contarlo.
El jueves después de saber lo que había pasado nos blindamos en casa pendientes de las noticias, mensajes y llamados; el viernes salimos sólo por el barrio a despejar la cabeza y el sábado respiré hondo y fui sola a hacer mi duelo.
Subí las escaleras del metro que me conducían a la calle, justo en frente del Teatro Liceo y a pocos metros del mosaico de Joan Miró, donde se paró la furgoneta del atentado.
Mis piernas me temblaron al pisar las baldosas de La Rambla abarrotada de gente y cubierta de velas, cartas, mensajes, peluches, globos, flores y lágrimas de todos los lugares del mundo.
Confieso que sentí silencio frente a la multitud y una insostenible emoción me inundó hasta mojarme las mejillas, mientras leía una hermosa poesía callejera sobre el amor y el odio. Mis pasos recorrieron el largo trozo que aquel vehículo blanco hizo dando eses por la parte central a modo de procesión.
Medios de comunicación de todas partes, conmoción, pluralidad, desafío, eternas colas para comprar flores que se acababan como agua entre las manos y ningún sitio dónde encontrar una vela.
Mi próxima parada era el Ayuntamiento de Barcelona. Allí, una interminable cola de ciudadanos y turistas esperaban para firmar el libro de condolencias en el Saló del Cent, consistorio habilitado por el gobierno de la ciudad para homenajear a las víctimas y reivindicar la paz. Casi una hora hasta rubricar mi consternación, mi respeto y mi más firme deseo de convivencia pacífica entre los pueblos y sin miedo. Y así, volver de regreso a La Rambla de Barcelona con una rosa blanca en la mano para apoyarla en aquel altar urbano en forma de mundo a nuestros pies.
Libre, aliviada, humanizada, agradecida por el amor recibido de parte de tantos emprendí el camino a casa para intentar la normalidad.